1 AÑO, 6 MESES Y 17 DÍAS ANTES
¿Qué puede haber tras una mentira? A menudo se dice que el motivo por el cual se miente radica en el amor. Yo en cambio, lo apostaría todo por el miedo.
Es como cuando a los políticos se les llena la boca al nombrar todos nuestros grandes avances durante el último siglo. Las redes sociales en masa, el ajuste salarial, la libertad de expresión... Qué gran mundo con tantas grandes personas. Un paso hacia delante, otro hacía detrás y nos protegemos de este último sacando a relucir el primero. O al menos, nos sentimos protegidos tras la gran cortina de humo que nosotros mismos tejemos. Pero tras ella, sigue permaneciendo el miedo. Y no hay nada en este mundo que pueda curar el miedo, pero sí apaciguarlo. Ahí es donde radica el problema. En general, el miedo disimula las injusticias de este mundo. En particular, el miedo te convierte en una mentira. Porque una buena mentira es como un buen vaso del mejor whiskey cuando estás en ese lado de la barra tan oscuro que apenas puedes distinguir la señal de neón que marca la salida. Pero nadie te advierte realmente que te espera al final de ese vaso. Porque la mentira es como un naufragio, sólo puedes sobrevivirla peleando con uñas y dientes, con el agua hasta el cuello y el miedo palpitando con fuerza bajo tu pecho.
Pero a veces es demasiado tarde, incluso para sentir algo tan banal como la calidez los cálidos rayos de sol acariciar tu cara. Ahora sólo podía helarme de frío sentada en un banco frente a mi antiguo instituto en pleno mes de febrero en el caluroso estado de Luisiana. Parecía que ni el vehemente clima que Leavensworth ofrecía fuera suficiente para inspirarme el valor necesario para dejar de temblar y desistir de agarrarme a la madera seca como si se tratara de un salvavidas. Hacía menos de dos horas que había llegado al aeropuerto de Nueva Orleans, apenas había podido hablar con Alice y Hugo o hablar con ellos de algo que no fuera el clima húmedo de Londres. Sabía que les daba miedo preguntarme por el internado, supongo que temían haber enviado a su única hija a un internado sombrío y terrorífico como los que salen en las películas. Pero el internado estuvo bien. Aprendí más de lo que me hubiera esperado durante el tiempo que pasé ahí, y echaba de menos su humedad. También echaba de menos su ruido, su monótona rutina. ¿Pero qué estaba diciendo? Ahora estaba aquí, en Leavensworth. Este era mi hogar. A partir de ahora todo iba a cambiar. Todo iba a ser diferente. Las personas cambian de hogar con frecuencia, ¿no? Todo iba a salir bien. Pero, entonces... ¿por qué me sentía como una extraña en mi propia piel?
Habían sido nueve horas de vuelo, asique estaba dispuesta a echare la culpa al cansancio. Había estudiado, me había aprendido mi papel perfectamente. Tal y como ella me dijo que hiciera. Estaba bien y preparada. Entonces, ¿por qué estaba tan asustada?
Miré el reloj con impaciencia. Eran las ocho menos cinco, no tardaría en llegar. A mi alrededor se iban reuniendo cada vez más caras desconocidas. ¿Se preguntarían quién demonios era? No se podía decir que hubiera escogido un gran día para volver, si encima le añades el empezar un curso en mitad del semestre, el que coincida con el día de San Valentín podía resultar cómico observar a una chica sola sentada en un banco frente las puertas de un instituto. Genial, Emily. Tú sí que sabes hacer una buena entrada. Hay costumbres que nunca cambian...
Pasaron dos minutos más y ella seguía sin aparecer. Había sido clara, nada de mensajes ni de llamadas. Y durante un segundo, dudé. Porque se puede mentir sin ser un mentiroso, pero no se puede mentir toda una vida evitando la condena. Porque sabía que tarde o temprano, iba a tener que exponerme a un jurado y devolverle la mirada al verdugo. Pero aún estaba a tiempo, ¿no? ¿Había firmado ya mi sentencia el mismo día en que la conocí? Quizá, todo lo que tenía que hacer ahora era nadar para no ahogarme.
—¡Dichosos los ojos! La mismísima Emily Rose Bell.
Alcé la vista y las vi. No me hizo falta recordarlas para saber quiénes eran esas tres chicas que me miraban con ojos llenos de curiosidad y humor. Pero creí que hoy sólo iba a reunirme con ella, que iba a tener más tiempo para preparame.
—La divina trinidad—Forcé una sonrisa—. Cuanto tiempo, chicas.
—Estás diferente — soltó la rubia del pelo rizado —. ¿Qué te has hecho en el pelo?
Me llevé inconscientemente la mano hacia él, peinándolo con suavidad.
—Me lo corté y me he dado algún baño de color caoba.
—¿Y qué hay del vestido? Un poco colorido ¿no?
Llevaba puesto un vestido de tirantes azul con un estampado floral de no sequé marca. Me picaba un poco y me sentía demasiado expuesta, pero era justo lo que ella me había dicho que me pusiera.
—Bueno — me aclaré la garganta —.¿Llevo siete años fuera y no me vais a dar ni un abrazo?
Se quedaron de piedra. ¿Qué había hecho mal? Empecé a preocuparme por haber metido la pata hasta que una de ellas, la rubia que aún no había dicho una palabra, se acercó y me estrechó entre sus brazos.
—Bienvenida a tu hogar — me dijo cuándo se separó de mi —. Espero que eso del jet lag no sea tan molesto como cuentan.
Amable, correcta y oportuna. Ella tenía que ser Anne Benavent.
—Pues no es ninguna broma — reí con cierto alivio.
—Espero que lo de los abrazos no sea algo que ahora tomes por costumbre —dijo medio en broma y medio enserio de nuevo la chica rubia con el pelo rizado antes de acercarse y darme un abrazo de lo más impersonal —. Las costumbres inglesas son un palo para los americanos, sobre todo para los que somos de pueblo.
La otra chica, la morena con pelo castaño y encrespado , me dedicó una sonrisa de oreja a oreja de lo más incómoda antes de rodearme con sus brazos. Insulsa, pueril y casi invisible. Sin duda, era Lauren Austen.
—Veo que no habéis cambiado nada.
—¿Podemos pasar de las típicas formalidades aburridas? Vayamos a lo realmente importante, ¿es verdad lo que dicen sobre los chicos ingleses?
—¿Qué?
—Ya sabes. El eterno debate sobre si se trata de relleno o todo es proporcionado por la increíble mano de la genética.
Esa, sin duda alguna, era Jessica Whitman. Franca, directa y frívola.
—Pues...
—Ignorala. Todos lo hacemos —intervino Anne — ¿Qué tal el internado? ¿Era tan horroroso como decías en tus mensajes?
—Los primeros años fueron un poco duros, pero el cuerpo al final se acostumbra a todo.
—Claro, supongo que lo peor fue pasar por esa gripe tu sola. Me imaginé lo peor cuando me lo dijiste.
—Puede que exagerase un poco las cosas — me encogí de hombros nerviosa. Iba a odiarme toda mi vida por esto—. Pero ya estoy aquí, ¿no?
Anne fue a contestar, pero entonces pasó algo. Supe que era ella nada más ver la reacción de las demás. Anne dejó de forzar esa sonrisa que con tanta facilidad se le pegaba a la cara. Jess frunció tanto el ceño que apenas pude distinguir su cruda mirada. Y Lauren simplemente bajó la vista al suelo y retrocedió un par de centímetros. Ese era el efecto que causaba la gran Eleonor Hall al resto de los mortales.
—Dejar de agobiarla o cogerá el próximo vuelo de vuelta a Londres.
Y al girarme la vi. Tan resplandeciente e impecable como la recordaba. Llevaba puesto un jersey tan rojo como sus labios, a juego con una mini falda con estampado de cuadros negros y blancos. La gente que pasaba a nuestro lado apenas podía dejar de mirarla. Su sola presencia imponía algo parecido a la admiración más absoluta.
—Había oído que volvías —me sonrío—Te hemos echado de menos, Ems.
—Ya —solté con un alivio que no me cabía en el pecho—. Y yo a vosotras.
Y por un momento, el miedo que creí sentir hace un momento pareció esfumarse por completo. Como si una gran ola lo hubiera arrasado todo y ya no quedara nada en la orilla. Tan solo una dulce calma que esperaba con ansias la próxima tormenta. Ese era el efecto que producía Eleonor Hall.
—Ahora que estás aquí, todo va a cambiar.
— Hablando de eso — Tragué con dificultad—.Me gustaría comentar algo contigo.
— Bien, pues habla
Las chicas enmudecieron y me miraron con interés. Me había hecho una promesa, ignorar el amargo sonido que traía ver el miedo de cara y hacerle frente. Tendría que haber sabido, que una promesa cimentada sobre el propio temor iba a acabar derribándose sobre mí tan fácilmente como un edificio antiguo y abandonado.
—Quizás más tarde. ¿A solas?
Pero no pude obtener respuesta. Eleonor había perdido su interés más allá de mí. Ahora toda su atención la tenía una moto que circulaba tras de mí como si el parking del instituto Melville fuere el mismísimo plató de fast and furious. Era una moto Harley Davidson iron 883 marrón, en Londres sólo se la podían permitir los ojitos derechos del papá millonario. Pero lo que más me sorprendió fue ver que todo el mundo a nuestro alrededor había parado su mundo para contemplarla sin molestarse si quiera en disimular lo más mínimo.
—¿Quién es?
Cuando me quise dar cuenta ya había retrocedido un par de pasos hasta colocarme a la misma altura que Anne, Jess y Lauren. Jamás iba a reconocerlo en voz alta, pero cuando el misterioso motorista se quitó el casco y avanzo hasta nuestra dirección, algo se contrajo en mi estómago.
—Ese es Jay Morrison — respondió Jess.
Avanzaba por el césped como si el suelo que pisara no fuera merecedor de tal honor. Llevaba puestas unas gafas de sol y una cazadora negra que le daban el aspecto perfecto para interpretar al mayor cliché de la historia de todas las películas americanas. Y él lo sabía perfectamente. Todas las miradas del parking competían desesperadamente para llamar su atención, pero él sólo miraba en nuestra dirección.
—¿No te acuerdas de él?
—¿Debería?
Era un chico muy alto, moreno y con el pelo largo y rizado. Demasiado guapo para poder disimular lo contrario. Demasiadas alarmas como para poder ignorarlas. No me cabía la menor duda de que tenía algo que justificaba toda la admiración que recibía de cada una de esas miradas, pero aún era incapaz de saber qué era exactamente.
—Considerando que vive a menos de veinte metros de tu puerta, creo que sí.
—Espera... ¿Te refieres a Ulises Morrison?
—Que él no se entere que le has llamado así o ya puedes darte por perdida.
—Ahora sólo utiliza su segundo nombre — intervino Anne.
—¿Por qué?
—Quién sabe. A lo mejor le resulta más fácil llevarse así a las chicas al huerto.
—Menudo capullo... —dijo Jess—. Yo me lo volvía a tirar.
—¿Jay y tú estuvisteis juntos? – pregunté horrorizada. No es que hubiera nada malo en ello, es solo que la aparente combinación de ellos dos juntos me provocaba algo de pudor. Era como si Jay Morrison saliera con el propio Jay Morrison. Desconcertante...
Lauren río disimuladamente.
—Ya le gustaría—dijo Anne.
—¿No lo sabes? — rompió su silencio Lauren—. Jay está con Eleonor desde hace ya dos años.
Ah. Eso sí que no me lo esperaba.
—¿Te acuerdas cuando te tiró en aquel estanque, Emily? — rio exageradamente Jess —. Estabas más enfadada por tus sandalias estropeadas que por el hecho de haber estado cubierta de mierda hasta la barbilla.
—Seguro que a alguien le hubiera gustado más que la empaparan a ella, ¿no es verdad, Jess? —soltó Anne junto con una media sonrisa.
—Oh, vamos. ¡Fue divertido! —Jess se puso las gafas de sol sin apartar esa mirada prendida de Jay —. Además, ese alguien ya consiguió en su día que Jay Morrison le mojara algo más que su ropa y sus sandalias...
Jay se acercó hacia nosotras con una sonrisa. Y por un estúpido momento pensé que ese impulso iba dirigido a mí, quizá se acordaba de mí y se alegraba por mi vuelta. Pero todas mis ingenuas ideas se hicieron añicos en la hierba cuando se acercó a Eleonor, la agarró por la cintura y la llevó a su boca con la misma pasión que el de un guion de una telenovela venezolana. Me sentí tan incómoda ahí de pie que no tuve más remedio que apartar la mirada hacia mis botas limpias. ¿Jay y Eleonor juntos?
—Feliz día de San Valentín — susurró Jess a mi lado —. Cinco dólares a que lo tenían todo preparado.
Eleonor lo separó suavemente con la mano mientras él le devolvía una sonrisa burlona. A cuantas chicas habría tentado con esa sonrisa... Él susurro algo en su oído que le hizo reír. Se comían con los ojos de tal manera que era imposible no quedarse embobado mirándolos. Era evidente que se gustaban, y era fácil de ver que ambos sentían algo el uno por el otro. Se despidieron con otro beso menos apasionado y cuando él fue a darse media vuelta pasó algo. Durante un segundo exacto, un instante demasiado corto como para darle importancia, Jay Morrison me miró. No tenía ni idea de si me había reconocido, pero tampoco me importaba. Y me estremecí como una idiota. Nota urgente: Darles un largo respiro a las novelas de Charlotte Brontë. Ese tipo de lecturas iba a trastornarme.
—¿Cautivada por el efecto Morrison? — me guiñó un ojo Anne.— Sólo recuerda que cuanto más creas que algo es perfecto, más perfecta es la mentira.
La miré sin entender una palabra. ¿Qué quería decir con eso? ¿Es que Anne también había tenido algo con Jay?
Y justo en ese momento, como si se tratara de una inspiración divina, sonó el timbre para entrar a clase.
—Entremos o llegaremos tarde a clase—.Eleonor echó a andar sin decir una palabra, y nosotras la seguimos sin quebrantar su silencio.
No hizo falta hacer cola o propinar codazos como habría cabido esperar en una situación normal, pero nosotras no éramos normales en ese instituto. Al menos no con Eleonor por delante. Entramos en el instituto como un huracán invade un pequeño pueblo de Texas, todos se hacían a un lado. Nadie se atrevía si quiera a rozarnos. Sin embargo, tampoco nadie perdía la oportunidad de observarnos. ¿Cuán grande era el influjo de Eleonor sobre todos ellos? Nosotras cuatro procuramos ir a un paso prudencial de ella, pero ni eso pudo salvarme de los letales murmullos de instituto que se preguntaban quién era la chica nueva que iba con Eleonor Hall. Se notaba a mil leguas que no sabía cómo manejar la situación. Pero para las demás fue muy diferente, ellas parecían inmunes a todos los demás. Fue como si simplemente no estuvieran. ¿Sería capaz de ser como ellas o no estaba hecha para el papel que debía seguir? Quizá esta mentira me venía demasiado grande.
—Nos vemos en el almuerzo, chicas. Emily necesita ayuda para encontrar su taquilla. Ya sabéis como son los británicos. Demasiado ego, pero a la hora de orientarse...
Las tres nos sonrieron antes de marcharse cada una por su lado. Y yo, por alguna extraña razón que no me gustó un pelo, me sentí desprotegida.
—Por aquí, Ems — la seguí por los infinitos pasillos de la derecha, intentando reunir el valor suficiente por cada paso que daba –. ¿Teníais taquillas en ese internado de Londres?
Me pilló tan desprevenida que tropecé con mis propios pies.
—Eh... sí.
—A mi siempre me han parecido tan innecesarias.Una mera excusa para pasearse más tiempo del necesario por los pasillos — continuo ella sin ni siquiera mirarme—.He escuchado que en algunas partes de Europa ni si quieran las usan.
—Eleonor, yo quería decirte...
—Sé perfectamente lo que quieres decirme, Ems. ¿Es que no sabes pillar segundas oportunidades?
—¿Segundas oportunidades?— repetí desconcertada.
—Tienen un cierto parecido a las taquillas, ¿no crees? Son completamente innecesarias, pero ahí están para los estúpidos que quieran utilizarlas.
—No creo que te esté siguiendo, Eleonor.
—Mira, aquí está la tuya —. Nos detuvimos frente a un conjunto de taquillas rojas, justo al lado del aula de música —. Va a ser la dieciocho. Intenta no olvidar la combinación, es una lata tener que recurrir a mantenimiento. Son tan lentos...
—Mira, he hecho todo lo que me has dicho que haga — me envalentoné—.Y por un momento, en ese avión, pensé que iba a poder. Pero no soy capaz de hacer algo así, yo... no creo que pueda vivir con lo que he hecho.
—¿Quieres volver a Londres, Emily? — me dijo con una tranquilidad que me sobrecogió—. Porque puedes hacerlo. Pero no voy a volver a ir a buscarte. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Asentí. Ella sabía tan bien como yo que nunca iba a tener otra oportunidad como esta. Si volvía, mi destino estaba sellado. Y así fue como volví a ser una niña que tan solo llevaba a sus espaldas su miedo a fallar. Me sentí tan pequeña en ese momento que me dio vergüenza.
—¿Sabes una cosa, Emily? Cuando supe que ibas a volver pensé mucho en ti. Te recordé tenaz y fuerte. Y no me gustó nada. ¿Sabes por qué?
No entendía nada. Me sentía estúpida, como si Eleonor supiera cosas que yo nunca podría llegar a entender. Creo que fue precisamente por lo que le seguí el juego.
—¿Por qué?
—Porque si aún me recuerdas a esa niña bruta y violenta, es que aún no he visto nada. Y yo quiero verte, no recordarte. Y mientras el miedo te coma no vas a poder escribir sobre los recuerdos. Chillale, arañalo o haz lo que sea para asustarlo. Porque no servirás para nada, ni a mí ni a ti, si sigues teniendo miedo.
Ignoré con dificultad el escozor que empecé a sentir reptar por la garganta y asentí. Me mantenía la mirada de una manera tan intensa que me resultaba difícil devolvérsela. Tenía razón, estaba aterrada.
—Estás conmigo. Ahora eres una de las nuestras. Y una buena manera de que siga siendo así, es no olvidar. El olvido es lo peor que le puede pasar a una persona.
—Ya.
—Lo harás bien — sonrío enigmáticamente —. Sé que sí.
Me dio la espalda y continúo su camino. Su pelo rojo resaltaba con fuerza entre la gente, y sólo cuando lo vi desaparecer puede volver a respirar con normalidad.
La mañana transcurrió ajetreada, los segundos en cambio parecían no querer pasar. Entraba a clase, me distraía mirando las agujas del reloj pasar, salía y volvía a entrar en otra. Cada clase, cada explicación... Un laberinto eterno que recorría una y otra vez sin haber avanzado un metro. Me encontraba en el mismo punto de partida. Y lo peor era que la sensación de ser una intrusa en mi propio laberinto de cristal nunca se iba. Me quedaba una clase más antes del almuerzo. Hubiera sido una tortura si se hubiera tratado de mates o historia, pero literatura era una asignatura que cogía con ganas. Entre en clase abriéndome entre los murmullos de la gente. Empezaba a ser algo natural, pero aún me incomodaba la idea de ser el foco de todas las conversaciones. Me hubiera gustado pasar por desapercibida, pero el instituo Melville no me iba a dar un respiro. Por ahora.
Me senté en el pupitre más cercano a la mesa del profesor. El curso estaba empezado y no quería buscar problemas por sentarme en algún pupitre ya ocupado. Saqué mi libro de literatura de la mochila y le eché un vistazo antes de que empezara la clase. Pero alguien se acercó a mí cubriendo mi página con una larga sombra.
—¡Menuda sorpresa verte de nuevo aquí, Emily Bell!
Ante mí se encontraba una chica rubia con el pelo corto y muy rizado. Tenía una sonrisa hipócrita, de las que te ponen las azafatas al subir al avión.
—Sí, he... Ha pasado mucho tiempo.
—Te acuerdas de mí, ¿verdad?
—Lo siento. Yo...
—Soy Mackenzie — dijo ella visiblemente molesta—.Mackenzie Hyde. Íbamos a la misma clase juntas de pequeñas.
—Claro, ¡Mackenzie! Perdona, es que ha pasado tanto tiempo que me está costando adaptarme.
—Normal. Han pasado siete años. Aunque mis padres se alegran de que te fueras.
Fruncí el ceño extrañada. ¿Sus padres?
—¿No te acuerdas? Intentaste pintar la "Noche estrellada" de Dalí en la pared de mi casa.
Palidecí. Así que esto no era un saludo amistoso, más bien parecía un remeber muy peligroso.
—Lo siento, Mackenzie. Era una cría estúpida e inmadura. Por favor, envíale mis más sinceras disculpas a tus padres.
—Te perdono — me dijo con una sonrisa autosuficiente—. Y como señal de amistad quiero invitarte a mi fiesta de esta noche en honor al amor. Como hoy es San Valentin, ya sabes.
—Es un buen motivo para una fiesta, claro que sí. Pero es mi primera noche de vuelta y había pensado, ya sabes, pasarla con mis padres.
—Totalmente comprensible. Pero si te aburres, ya sabes dónde está mi casa —. El timbre volvió a sonar y ella se dirigió a su pupitre más atrás—. Ah, una cosa más Emily. No comentes lo de mi fiesta a Jess. Eleonor y las demás están invitadas, claro.
Algunas costumbres no cambian...
La señorita Pepper comenzó la clase con la literatura inglesa del siglo XIX, y por primera vez desde que llegué aquí me sentí como pez en el agua. El libro del que con tanto ahínco hablaba era Jane Eyre. Mi favorito, sin duda. Pero los minutos transcurrían y yo era incapaz de concentrarme en la tortuosa vida de la protagonista. La sensación de ser una completa desconocida me invadió el pecho, los pensamientos se golpeaban en mi cabeza produciéndome un dolor insoportable. No tardaron en temblarme las manos poco después. ¿Pero qué estaba haciendo aquí sentada? ¿Es que acaso creía que iba a poder ser alguna vez como ellas? Yo no servía para esto, no servía para nada. Todas y cada una de las mentiras se repetían en mi cabeza en tantas voces distintas, como las olas que golpean con fuerza la roca una y otra y otra vez. Sin ningún tipo de humanidad. Sin ningún tipo de compasión. Y fue en ese momento, sentada en un pupitre cualquiera y rodeada de caras desconocidas, donde me di cuenta de que una persona no puede huir de los problemas, porque los problemas no corren tras de ti. Viven en ti. Y se encargan de destrozarlo todo poco a poco, como la roca acorralada que no puede escapar del mar. Y al final, sientes que te quedas vacía en un mundo completamente lleno. Y eso, es lo que más duele.
La señorita Pepper siguió explicando la conmoción de Jane al abandonar Thornefield cuando empecé a sentir las lágrimas corriendo por mis mejillas. Me levanté de golpe, haciendo caer la silla al suelo y atrayendo todas las miradas.
—¿Señorita Bell?
Corrí hasta la puerta como si mi vida dependiera de ello, y me agobió pensar que en cierta manera así era.
—Emily Bell, ¿a dónde va?
No me importaba lo qué pensara toda esa gente. Esto tenía que acabar. Ahora mi principal preocupación era que el aire llegara a mis pulmones, así que empecé a hiperventilar desesperadamente. ¿Estaba teniendo otro ataque de ansiedad? No, no,no. Logré dar con el lavabo de chicas a tiempo para desplomarme en el suelo y taparme la boca con ambas manos. Todo lo que quería hacer era desaparecer por un agujero y no volver jamás. ¿Qué había hecho? ¿En quién demonios me había convertido? Me arrastré por el suelo hasta alcanzar mi mochila y sacar el bote de pastillas marrón. Lo abrí a toda prisa, pero la tapa estaba encallada. Maldita sea... Apliqué más fuerza y el bote se abrió desparramándose todas las pastillas por el suelo del lavabo. Cogí una sin importarme nada, y me la tragué sin agua. Sentí el miedo reptar por mi garganta paralizándome cada célula de mi cuerpo hasta reducirlas en nada. Porque eso es lo que hace el miedo, se encarga de avanzar y matarlo todo a su paso. Sin embargo, en ese momento me vino a la memoria una frase que leí una vez de algún poeta muerto:
"Disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante"
Disfrutar del pánico. ¿Pero cómo se disfruta de él? Quizá no había manera de hacerlo y lo que pretendiese decir ese poeta era que si no podíamos dejar de temer, que al menos amaramos ese miedo tal y como se nos presentaba. Como una incertidumbre, como un enigma. El miedo era un síntoma de estar vivos, ¿Por qué no deberíamos amarlo? Sentimos miedo por motivos muy diferentes, pero todos aparecen por el mismo motivo; para sobrevivir. Me levanté con dificultad del suelo mojado y me acerqué al espejo. Era yo. Seguía siendo la misma, pero era muy diferente. Y lo entendí. Al menos, creo que por ahora lo había entendido.
Abrí el grifo y me mojé la cara.
Mi nombre era Emily Rose Bell. Tenía diecisiete años. Estaba en penúltimo curso en el instituto Melville, Luisiana. Mis madre se llamaba Alice Hardy y era abogada en un pequeño bufete. Mi padre era Hugo Bell, el sheriff de Leavensworth. Vivía en Leavensworth, me mandaron a un internado en Londres durante siete años pero he vuelto. Había vuelto.
Respiré hondo.
—Todo irá bien...
Me di un minuto para salir del cubículo, con la mente bien alerta por si alguien había presenciado mi pequeño espectáculo. Pero no había ni un alma en los pasillos. No me apetecía volver a clase después de todo lo que había ocurrido, así que decidí marcharme a casa. Mañana ya le pediría disculpas a la señorita Pepper.
Avancé desorientada buscando la salida, pero siempre acababa dando vueltas en círculos. Nunca hubiera imaginado que fuera tan difícil salir de un instituto. Había pasado ya tres veces por el aula de música y seguía sin ver la señal de salida. Estuve a punto de darme por vencida y llamar a Eleonor, a pesar del miedo a qué empezara con las preguntas,hasta que escuché unas voces tras la puerta de mantenimiento. Quizá el conserje podía ayudarme, aunque no imaginaba cuan patética podía ser la imagen de una adolescente perdida en un instituto. Pero si volvía a oír otra vez una trompeta desafinada iba a volverme a Londres, así que llamé a la puerta y esperé. Las voces parecieron hacerse más sonoras, pero no nadie me abrió la puerta. ¿Me habrían oído?
—Perdón. Siento molestarlos, pero es que soy nueva y... por raro que suene, no encuentro la salida.
Sí, fue tan patético decirlo como escucharlo. Las voces pararon durante un segundo y se volvieron a escuchar segundos más tarde pero mucho más débiles. Pegué mi oreja en la puerta. No, no eran voces. Eran más bien... ¿sonidos? Sí, susurros cortos y profundos. Así que hice desobedecí todas las normas y reglas de mi niñez y abrí la puerta sin que nadie me diera permiso. Y no me gustó lo que vi. No me gustó nada. Fue justo en ese momento en el que entendí por qué algunas reglas es mejor no contradecirlas. Fue algo más allá de lo que me imaginación se hubiera atrevido a divagar... Había dos personas dentro de ese cuarto minúsculo, compartiendo espacio entre fregonas y cubos, claro que no se trataba de dos conserjes. Sino de él. De Jay Morrison. Y de una chica que no era Eleonor.
El calor me subió a las mejillas cuando vi que Jay Morrison estaba acorralando a esa chica rubia y con un cuerpo de infarto contra la pared de azulejos azul y con los pantalones hasta los tobillos. Casi me da un infarto al notar poco después que sus manos se encontraban debajo de su falda. Los dos me miraron como se le mira a una madre pesada que interrumpe en la habitación en plena cita para preguntar si van a querer galletitas y zumo. Sin embargo, ninguno hizo ademán de apartar las manos el uno del otro, y por alguna razón, eso me enfadó. ¡Hace menos de dos horas se había estado morreando con su novia delante de todo el instituto! Una novia que no era ni más ni menos que Eleonor Hall. ¡Y justo el día de San Valentín!
—¿Quieres algo? — me escupió de mala gana la rubia, a la que apenas era capaz de mirarle a los ojos por sus evidentes pintas. Estaba sonrojada, extasiada y tenía el pelo como un nido de pájaros.
—¡Si! Eh... yo solo quería irme, es decir no de aquí, aquí, exactamente, sino del edificio. Del instituto, quiero decir. Pero no por vosotros porque no me molestáis..., es decir, no me molestáis a mí, pero no sé cómo salir, así que... soy nueva.
Tierra trágame y no me escupas de vuelta a la superficie jamás.
—Entonces, ¿estás buscando la salida? — río Jay. Todo son risas hasta que Eleonor se enterara de las aventuritas que se marcaba entre escobas . Eleonor no era de las que se encerraban en su habitación a llorar en soledad mientras borraba su número de su teléfono móvil.
—Sí.
—Sigue todo recto y luego gira a la derecha. Para cuando veas el laboratorio de humanidades, y luego sigue a la izquierda — me guio sin abandonar un ápice esa sonrisa de su rostro—. Creo que a partir de ahí te las arreglarás bastante bien.
— No tiene perdida, guapa. — soltó la rubia de bote —. ¿Algo más?
Negué con nerviosismo. Casi me tropiezo al volver a agarrar el pomo de la puerta. Pero antes de que pudiera cerrarla y sellar ese extraño capítulo de mi vida, Jay me detuvo.
—¡Eh! — me llamó —. ¿Canadiense?
—No.Em..., soy inglesa —.Y cerré la puerta después de volver a ver asomarse su sonrisa y controlas el temblor de mis piernas.
¿Qué demonios acaba de pasar?
No sé cuánto tiempo estuve deambulando por el bosque hasta que llegue a casa, pero Leavensworth ya había oscurecido. Seguro que Alice y Hugo estaban como locos esperando que entrara por esa puerta. Si hubiera tenido móvil me lo habrían colapsado a llamadas. Pero había merecido la pena. Su olor, el olor de la lluvia mezclada con el aroma fresco de la madera. A veces simplemente necesitas perderte para volver a encontrar tu cordura. Y ese bosque era un lugar mágico. "El Bosque de la Gran Guerra" lo llamaban. Como si su importancia residiera en la sangre que un día alguien decidió derramar entre esos árboles. ¿Cuántas historias debe de haber presenciado? ¿De cuántos secretos debió ser testigo?
En ese momento, el nombre de James Howell me vino a la memoria. En su día, él no fue más que un político e hispanista inglés, una mera mota entre memorables personajes literarios y políticos a lo largo de la historia. Sin embargo, James Howell dijo una vez: "A quien le dices tu secreto le vendes tu libertad" No me cabía ninguna duda que James Howell era un genio. Ojalá pudiera preguntarle cómo se recupera un secreto. Ojalá hubiera llegar a decir cómo se puede rescatar una libertad vendida. Ojalá no tuviera miedo ahora. Ahora ni nunca.
Entré por la puerta como quien entra a un banco para pedir un préstamo. Alice no tardó en estrecharme entre sus brazos y lamentarse sin ni siquiera respirar.
—Estoy bien, mamá. Eleonor se ofreció a ayudarme a ponerme al día con las clases y se nos pasó la hora.
—Ni se te ocurra mentirme, Emily Rose. He llamado a la señora Hall y ella no tenía ni idea de dónde estabas.
—Eso es porque estábamos en la biblioteca. No tienes por qué preocuparte, de verdad, mamá.
—Es sólo que... —empezó a decir—. No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes?
Asentí con una sonrisa que fue incapaz de llegarme a los ojos.
Alice había preparado estofado de carne. Olía tan bien y se había esforzado tanto que me obligué a comer e ignorar el nudo que se me había formado en la boca del estómago. "Cena de bienvenida" la había llamado. Si no fuese mi madre, diría que se sentía culpable por haberme envidado a ese internado.
—¿Qué tal está?
—Muy bueno —admití—. Gracias, mamá.
— Era tu favorito cuando eras pequeña —Se le iluminó la cara.
Hugo la miró, advirtiéndola que no era conveniente sacar ese tema en medio de una "Cena de Bienvenida". Así que aproveché la oportunidad para hablar.
—Me gustaría aprovechar esta cena para pediros disculpas... No debería haber rescindido de vuestras llamadas cuando intentabais poneros en contacto conmigo en Londres.
—Oh, cielo...
—Y tampoco debería haberte roto las lunas de tu coche, papá. — continúe ante su estupefacción —. Estuvo mal, y en ese momento sólo podía pensar que me abandonabais y que queríais libraros de mí.
—Eso nunca fue así, cielo.
—Lo sé. Ahora lo sé. Estos años fuera me han servido para pensar y controlar la ira. Estoy mejor. Mucho mejor, de hecho.
Hugo le dedicó una mirada suspicaz a Alice.
—Me alegro de que te sientas mejor, cariño. Pero tu madre y yo no estamos seguros de que sea una buena idea que vuelvas a Leavensworth.
—Pero he mejorado. Soy diferente, estoy curada.
—Y nos alegramos, cielo. Pero lo que tienes no se cura estando unos cuantos años fuera.
— ¿Y qué tengo exactamente, mamá?
—Emily...
—Fui una estúpida. Sólo tenía doce años, pero...
—Este ambiente no te viene nada bien. Siempre has sido una niña desobediente y maleducada con nosotros, con nuestros vecinos. Eras rebelde, molesta, insurgente...
—¡Precisamente por eso! Permíteme demostrarles a todos que he cambiado — agarré el mantel formando un puño con cada vez más fuerza—. Soy otra persona, mamá. Simplemente darme otra oportunidad, por favor.
—Emily, hija...
—Por favor. Me lo debéis.
Ambos se miraron. Parecían entenderse a la perfección a pesar de estar separados por una mesa y mil platos entre medio. Aunque no tenías que conocerlos a la perfección para saber que no querían que me quedase. Pero yo tenía que quedarme, fuese como fuese. No podía volver...
—Creo que estáis siendo muy injustos.
—¿Injustos? — se sorprendió Hugo.
—Me enviasteis a un país desconocido cuando tenía diez años. Tuve que vivir sin mis amigos, sin mis padres y sin nadie que me inspirara una pizca de confianza —. Alice y Hugo me miraron con la culpabilidad brillando tímidamente en sus ojos. Era rastrero, pero era la única oportunidad que me quedaba —. Es indudable que tenías vuestros motivos para hacerlo, pero era tan solo una niña que no entendía por qué sus padres no la querían. Y estaba tan llena de culpabilidad que la mejor respuesta en ese momento fue romper lunas de coche y pintar casas.
Se instaló un punzante silencio que por un momento creí que sólo había empeorado la situación. Pero Alice se levantó y se acercó la cómoda que había en el salón.
—¿Te acuerdas de esta foto? — me preguntó enseñándome un marco de fotos.
Era una buena fotografía. Estábamos Alice, Hugo y yo con unas sonrisas de oreja a oreja junto el río Bluewater.
"Cuando es verano la gente suele pasar el día en el río que hay cerca del bosque" recordé.
—Ese día me dijiste que me odiabas y que hubieras deseado ser huérfana — dijo con los ojos llorosos —. Todo eso me lo dijiste antes de que nos tomaran esta foto. Tenías ocho años.
—¿Tú sabes que se siente?— intervino Hugo—. ¿Tú tienes idea de lo que es criar a una hija lo mejor que puedes y que te menosprecie como si no fueras nada?
Tragué con dificultad. Sentí un ligero escozor en la garganta, pero seguí estrujando el mantel. Pero eso no impidió que algo en mi interior se descompusiera tan fácilmente como el papel que se calcita poco a poco, y esta vez no creía que fuera capaz de volverlo a apagar.
—Lo siento — Dije como una idiota.
—¡No sabíamos qué hacer, Emily! Lo intentamos todo antes de enviarte a ese internado. Te llevamos a diferentes psicólogos, al psiquiatra, ¡hicimos hasta terapia! Pero nada dio resultado.
—Yo lo siento muchísimo...
—Nos dolió tanto tener que enviarte lejos, no te lo puedes imaginar, pero también nos trajo paz. Y no sé si estamos dispuestos a arriesgarla otra vez por tus mentiras. ¿Entiendes?
Y volvieron otra vez. Sin avisar, sin pedir permiso. No dejaban de volver todas las mentiras. Y en cierta manera, era una mentirosa. ¿Pero porque la condena debe ser perpetua? ¿Puede un mentiroso dejar de decir mentiras? ¿Y si un mentiroso las dejara a un lado? ¿No son las mentiras las que convierten a una persona en un mentiroso? Quizá sea un mentiroso quien convierte las mentiras en peligrosas....
—Lo entiendo.
Me levanté despacio, como si de repente todo pesara un poco más. Una sensación demasiado conocida se instaló por todo mi cuerpo , y volví a ser la chica patética del lavabo. La que estaba a punto de llorar todas sus inseguridades y se iba ahogar con toda su culpabilidad. Volví a sentir asco por mí misma. Quién había sido o quién pretendía ser ya no importaba una mierda, porque me encontraba sin piel, sin ningún tipo de escudo que pudiera protegerme de mi misma.
—Sólo quiero decir una cosa — me sorprendí diciendo con dificultad antes de abandonar el salón. Alice y Hugo me miraron cansados, y no los culpaba. Tenía que ser agotador volver a pasar por todo esto otra vez —. Sé que no hay nada que pueda hacer para arreglar lo que hice, sólo sé que os he echado mucho de menos. Darle el valor que se merece a algo es algo muy difícil, sobre todo cuando estás llena de rabia. Pero sé, que eso nunca puede ser una excusa. Así que, de verdad, lo siento. Porque que alguien te quiera más que a nada es lo más bonito que le puede suceder a una persona. Así que lo entiendo. Y lo siento.
Y huí de ahí con el sonido amargo del llanto de Alice. No hacía falta ser hija suya para darse cuenta que eran unos buenos padres, se merecían vivir en paz. Se merecían una disculpa de la niña egoísta y estúpida de esa fotografía. Pero ya era demasiado tarde. Ahora que mi segunda oportunidad me había dado la espalda, no me quedaba nada. Así que hice lo último que una persona debe hacer cuando le derrota el miedo; huir de él. Me escabullí por la ventana una vez subí las escaleras y llegué a mi habitación, corrí por el frío césped hasta sentir la carretera bajo mis pies. Commo a toda cobarde, correr se me daba bien. Así que eso hice, corrí sin rumbo, aunque tampoco hace falta tener uno cuando se huye. Simplemente dejé que mis pies me guiarán donde ellos decidieran. Crucé por caminos que no recordaba , atravesé calles solitarias y me crucé con caras desconocidas. Me pareció que llevaba horas corriendo hasta que lo oí. Me detuve en seco y en ese momento, sin saber por qué y sin querer escuchar la sensata voz que todos albergamos dentro, estuve decidida a dejarlo todo atrás. Pensé que, si la vida no quería dejarme un espacio en ella, no iba a ser yo la que se lo discutiera. Menuda imbécil.
Me acerqué al ruidoso río Bluewater, un río lleno de tinta negra. ¿Estaría muy fría el agua? Me encaminé hacia el puente mientras me ahogaba la sensación de estar caminando hacia el camino equivocado. Pero yo sólo podía pensar, ¿qué daño puede hacer un sonido de tal vitalidad como el del agua al surcar las piedras de un río? Me detuve en el centro. Era un bonito puente de piedra que seguramente guardaba miles de historias, y que ahora iba a ser testigo de una más. De un final. Agarré el pretil de piedra. Estaba húmedo y frío. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. ¿De verdad iba a hacerlo?
El pretil no era muy alto, pasé una pierna por encima de él y después me impulsé para pasar la otra. Me levanté. Me erguí. Un asomo de sonrisa apareció en mis labios, desde esta altura todo parecía más pequeño. Incluso las mentiras, aquellas que me habían guiado hasta aquí. Ante mí se extendía un bosque infinito, que ocultaba con rudeza el final del río. El Bosque de la Gran Guerra. A mi lado, en cambio, se encontraba una única farola, de esas antiguas que aparecen en las películas, que apenas iluminaba el puente. Fue entonces, cuando una idea atravesó mi mente. Apareció tímidamente, casi sin apreciarse. Todo lo bueno que hay en la vida está basado en lo real, en la honesta verdad de los sentimientos y de las acciones de cada persona. Pero, ¿ qué sería de la verdad si no hubiera mentirosos que pudieran corromperla? Sería algo común, algo accesible que con el paso del tiempo sería tan banal como la sensación cálida de los rayos de sol cuando estos te acarician. Seguiría siendo hermosa, pero no habría nadie que pudiera aprender a apreciarla. La mentira, en cambio, sería elogiada en cualquier boca.
—Tampoco son gran cosa.
¿Pero qué demonios...?
Casi me precipito al vacío al oír una vez tras de mí.
—Las vistas — continúo—. No creo que merezcan lo suficiente como para que te subas ahí arriba y acabes partiéndote la crisma.
¡No podía ser verdad! Casi se me despega la mandíbula de la cara al reconocerlo. ¿Qué hacía Jay Morrison tras de mí y con las manos en los bolsillos como si estuviera tomando la fresca? No me lo estaría imaginando,¿verdad?
—¿Qué tal si te ayudo a bajar de ahí? — preguntó acercándose a mí ante mi pasotismo. La débil luz de la farola le iluminó mejor la cara, y no me pasó inadvertido su ojo morado. Llevaba puesto un traje caro, de esos que los hombres suelen ponerse en las bodas, pero con el cuello de la camisa desabrochado y las mangas arremangadas hasta el codo. Sólo le faltaba la americana negra.
—¿Te parece que necesito ayuda?— Sólo pude soltarle. ¿Era necesario ese tono de agresividad, Emily?—. Lo que me faltaba... Un caballero andante con pretensiones de héroe. Un clásico.
—¿Estás borracha?
—No, definitivamente no eres ningún caballero andante.
—Ni tú pareces borracha — concluyó—. Baja, y hablaremos.
No sé por qué, pero me molestó el tono en el que me lo dijo, como si fuera una loca demente que lo único que buscara fuera buscar su personalizada atención.
—¿Perdona? ¿Y por qué querría hablar con una persona con un evidente problema de control de ira?
—Perdona, ¿nos conocemos de algo?
Me dolió reconocerlo, pero sentí un pinchazo en el pecho. Así que no me recordaba...
—No hace falta. Ese ojo morado no te lo han puesto precisamente por encantador y conciliador.
—No te dejes engañar por el ojo morado, es un viejo truco de estética para darle un poco de color al esmoquin.
Puse los ojos en blanco antes de darle la espalda. Iba a ser más fácil si ignoraba sus ojos.
—¿Entonces? —volvió a decir—¿Te parece si bajas de ahí para que no me dé un infarto de miocardio?
—Entonces — cerré los ojos —. Te agradecería que siguieras con tu maravillosa vida y me dejaras hacer lo que me plazca con la mía.
—Vale, esta bien, escucha — y lo oí nervioso, como si se le acabaran las ideas —. Sé que la vida... Mierda, ¿cómo era? La vida es desierto y es oasis. Nos derriba, nos lastima, nos enseña, nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia...
—... Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa —continúe incrédula —. ¿Enserio creías que citando a Walt Whitman iba a bajarme de aquí para ir corriendo a tus brazos?
—No, no creía que correrías—oí como se acercaba un par de pasos más —. Y dime, ¿cómo una persona que conoce a Walt Whitman puede acabar subida en el borde del pretil de un puente a punto de echarlo todo por la borda?
—Supongo que... Me doy buenos consejos a mí misma pero rara vez los sigo.
—Alicia en el país de las maravillas. Muy bueno — se acercó un poco más. Podía oler su perfume —. ¿Sabes? Siempre ha sido mi libro favorito.
—Es el libro favorito de todo el mundo.
—¿Qué quieres decir?
—Seguro que te lo compraste influenciado por la misma opinión pública que busca en internet frases célebres para colgar junto a sus fotos de Instagram, pensando "seguro que este libro hace de mi día uno mucho mejor". Pero que ahí está, en la cómoda, a la vista de cualquier visita con opinión susceptible, pero sin haber acabado ni si quiera el capítulo dos.
No lo oí durante unos segundos, pensé que se había cansado del numerito de la chica triste y se había ido a casa. Pero rompió el silencio poco después.
—Debe ser muy duro.
—¿El qué?
—Juzgar así a todo el mundo — dijo—. No quiero ni imaginar la opinión que debes de tener de ti misma.
Vaya. Eso no me lo esperaba.
Me giré suavemente para mirarle. Seguía serio, pero ya no era miedo lo que identificaba en su mirada, sino lástima.
—Supongo que a veces nos convertimos en nuestro peor enemigo sin darnos cuenta.
—¿Y quién es tu mejor amigo?—me preguntó pillándome desprevenida— ¿Si algún libro pudiera hacerte bajar de ahí, qué libro sería?
Él seguía insistiendo, seguía estando ahí. ¿Por qué? Ni si quiera me conocía, o al menos, no me recordaba. ¿Y qué demonios hacia él aquí a estas horas y con esas pintas?
—El principito —respondí sin ninguna duda.
Disimuló de forma pésima una risa incrédula.
—¿El principito? ¿Enserio?
—Supongo que ni si quiera te lo has leído.
—Me pregunto si las estrellas están encendidas a fin de que cada uno pueda encontrar la suya algún día...—recitó—. Oh,sí. Lo he leído. Y déjame decirte...
—Por favor, mejor no digas nada.
—¿Y por qué debería hacerte caso? —sonrío—. Tú no has tenido piedad conmigo.
—Te recuerdo que soy yo la que está aquí arriba a punto de partirse la crisma.
—Tienes toda la razón — dijo —. Pero no vas a tirarte.
Cogí aire. Era una noche tan fría que el intento me caló los pulmones.
—¿Y cómo estás tan seguro?
—Porque lees a Walt Whitman, conoces a Lewis Carrol y tu libro favorito trata sobre un mocoso rubio con bufanda.
—¿Y...? — arqueé las cejas confundida.
—Y... —continúo él— una persona así no dejaría que un buen samaritano aquí presente— alzó la mano—, tuviera que seguirla río abajo. El agua está helada y voy de etiqueta.
—No te atreverías...
Se encogió de hombros justo antes empezar a desabrocharse el primer botón de la camisa.
—¡¿Pero estás loco?!
—Creo que sí. Pero te diré un secreto: las mejores personas lo están.
—¡Ni se te ocurra seguir citando como si nada! Te lo estoy diciendo enserio.
—Lo sé. Pero si saltas, tendré que saltar también.
—¿Ahora me estás citando Titanic o es que intentas impresionarme? —bromeé nerviosa. No podía apartar la vista de sus manos desabrochando esos botones. Calma, Emily.
—¿Por qué? ¿Estás impresionada?
—Cómo te desabroches un solo botón más... ¡Hace un frío de mil demonios, por favor!
—¿Eres consciente de la bonita amistad que se está formando aquí? Tú te preocupas de que no coja un resfriado, y yo de que mañana sigas leyendo a Antoine de Saint-Exupéry.
—Estoy hablando en serio. No te necesito. No te necesito para nada.
—Pues yo creo que necesitas que alguien te recuerde que va a pasar.
Le miré como se suele mirar a alguien que te dice aquello que no deseas oír. Con un dolor amargo a punto de rebosar por mis mejillas, y con el cansancio bailando en mis pupilas. A menudo la gente suele cargar contra las mentiras, recriminarlas y odiarlas, pero hay momentos en la vida que las necesitas tanto como un náufrago necesita atisbar tierra. Y una vez sobrevives a ellas, las necesitas para seguir sobreviviendo.
—Nadie mejor que yo puede entender que a veces, el dolor, puede hacerte creer que nunca va a dejar de doler. Pero eso es tan solo una sensación disfrazada de la peor mentira. Porque eso es lo que es; una sensación más que demuestra que estás aquí, susceptible a nuevos comienzos, a nuevas pasiones. A un mundo que hoy puede enseñarte arte y mañana música. La vida tiene mil cosas malas, pero siempre hay más cosas buenas si sabes dónde buscar.
—¿Cómo alguien que cita Alicia en el país de las maravillas puede decir cosas así?
—Soy un chico muy reflexivo — sonrío—. Si bajas podemos discutirlo.
¿Se puede echar de menos algo que duele? ¿Pero qué era lo que realmente quería? Sabía lo que no quería, no quería volver a chillarle a la mentira. No quería volver a valorarme tan poco como para volver a contemplar estas vistas desde tal altura. No quería volver a creerme todo lo que pasaba por mi mente. No quería que se me olvidara la sensación de que lo mejor está por venir, ese cosquilleo que sientes ante las ganas infinitas de comerte el mundo. Así que di media, dispuesta a bajar. Pero mis pies no reaccionaron.
—Tengo miedo — dije casi sin querer.
Podía imaginar lo que estaría pensando, que era una loca con déficit de autoestima y unas ganas infinitas de llamar la atención. Pero cuando sonrío de medio lado, cambió mi mundo.
—¿Y quién no, Chica Estrella?
Exacto. Nadie en este mundo con una mente sana podía salvarse del miedo. Creo que lo que realmente nos da miedo es enfrentarnos a las consecuencias de nuestra elección. Y yo ya había tomado la mía.
Se acercó con prisa hacia a mí en cuanto vio mis intenciones de bajar. Me tendió la mano, y cuando se la cogí me tembló todo el cuerpo. ¿Es que no iba a desaparecer nunca esta sensación?
—Vale, bien —repitió nervioso—. Eso ha estado genial.
Me llevó un par de metros más allá del puente hasta su moto, donde tenía la americana negra con la que me envolvió para que dejara de temblar. Me explicó que venía de un sitio —del cual quiso evitar nombrar a toda costa —cuando pasó por la carretera y vio algo en el puente. Casi me muero de vergüenza.
—Lo siento.
—¿Por qué exactamente, Chica Estrella? — preguntó encendiéndose un cigarrillo entre los labios. Apenas me di cuenta que antes de pasarme su americana por los hombros había sacado del bolsillo un paquete Lucky Strike.
—Por tener que convencer a una patética suicida de que no se tirara por un puente, para empezar.
—Ajá —contestó él —. ¿Y para acabar?
—Juzgarte de antemano ha estado mal.
—Ah... ¿Te refieres al problemilla que tengo con mi control de ira? — río —. Probablemente tengas razón.
—¿Jay Morrison con problemas de ira? — me burlé —. ¿Qué será lo próximo? ¿Donald Trump con problemas de dinero.
Se le abrieron los ojos como platos en cuanto termine la frase. Mierda. Adiós a la posibilidad de hacerme la interesante.
—Vaya, vaya —dijo—¡Así que me conoces!
—No, qué va.
—Y tanto...
—Conozco tu reputación, eso no quiere decir que te conozca — desvié la mirada. Sólo me faltaba que pensara que era una admiradora que le acechaba en las sombras.
—Me gusta.
—¿El qué?
—Que pienses así. No todo el mundo piensa igual que tú.
Sin darnos cuenta nos sumergimos en un incomodo silencio. Y aproveché para mirarle de reojo. De cerca era aún más guapo, tenía una nariz pequeña, que se asimetría perfectamente en su rostro. Sus ojos parecían castaños de lejos, pero de cerca tenían un matiz más suave. Como si lo esencial solo pudiera apreciarse de cerca.
—Me estás mirando, Chica Estrella.
Mire hacia el otro lado nerviosa mientras me cubría un poco más con su chaqueta. Me estaba sonrojando...
— Sólo estaba mirando ese ojo morado que llevas — esquivé su mirada —. ¿Qué ha pasado?
—Verás, no suelo contarles mis problemas a desconocidas con tendencia suicida en mitad de la noche.
—Cómo quieras.
—Sólo déjame decirte que las comidas familiares apestan.
—¿Eso te lo ha hecho alguien de tu familia?
—Depende de lo que consideres tú familia — se quedó pensativo durante un rato, pero no me molestó. Me sentía en paz por primera vez en años. — ¿Has entrado ya en calor? Deberíamos marcharnos antes de que empiece a llover.
Mi gozo en un pozo. Toda la ilusión que estaba empezando a crecer en mi estómago se vio fumigada con su comentario. Era evidente que le incomodaba estar aquí conmigo. Había hecho su buena acción del día, lo último que quería era tener que cargar con su damisela en apuros toda la noche.
—Estoy bien. Deberíamos irnos.
Asintió y tiró su cigarro en el suelo antes de pasarme el casco. Lo cogí sin mirarle a la cara.
—¿Sabes una cosa? —le dije—. Me parece que voy a volver andando. A fin de cuentas, he venido por mi propio pie asique volveré de la misma manera. Gracias.
Le tendí el casco muy convencida. Si me daba prisa quizá no me alcanzaba la lluvia.
—¿Por qué te cuesta tanto recibir ayuda? A mí no me cuesta nada llevarte, anda súbete.
—No quiero ser una molestia.
—Bien. Cuando lo seas te avisaré.
Claudiqué nada más escuchar el murmullo de un trueno lejano. ¿O me lo estaba imaginando para tener la excusa perfecta? Daba igual. Porque tan solo iba a disfrutar de ser la chica que va subida en la parte de atrás de la moto de Jay Morrison durante una noche. Ni de lejos iba a hacer un drama de todo esto, jamás me atrevería. Después de esto le evitaría lo suficiente hasta que se olvidara de mí para la próxima vez que nos cruzáramos por los pasillos. Era así de fácil. Así de simple. Le dije que vivía una manzana más abajo de mi calle, y él me dejó ahí. Se despidió con un "no olvides lo que hemos estado hablado, Chica Estrella" acompañado de una de sus sonrisas. Y se fue. Pero yo seguía temblando aún con su chaqueta puesta. Algo me decía que el hormigueo que empezaba a formarse en la boca de mi estómago iba a traicionarme con un desenlace que iba a acabar mal, muy mal. Pero me hacía sentir tan bien, que volví a optar por ese vaso hasta arriba de whiskey. Ya encontraría la salida otro día.
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